La
historia de Pirata
Como
cualquier pirata que se precie tiene una pata de palo, recuerdo de
aquel tiempo de pelear contra el relente entre contenedores por una
raspa de pescado. Su madre le enseñó desde la cuna a desconfiar de
los humanos:
-“Huye
de ellos como del diablo, hijo –le decía-. Si te ofrecen comida,
no te acerques hasta que se hayan ido. Sólo buscan hacernos daño,
no lo olvides…”
Pero
los niños sueñan con descubrir el mundo y casi nunca pueden esperar
a ser mayores. Cuántas veces conspiró con sus hermanos; cuántas
veces prepararon sus escapadas nocturnas sin que mamá pudiera
detenerles; cuántas veces corretearon las mismas calles y las mismas
sendas, hasta aquella tarde lluviosa en que un idiota por dirección
prohibida, al volante de un BMW, les arrolló violentamente sin
intentar siquiera reducir la marcha. De los tres, Pirata fue el mejor
parado; la rueda impactó de lleno en su patita, la de palo, sin la
cual tendría que aprender a vivir el resto de sus días. Cuando por
fin logró, exhausto de dolor, arrastrarse hasta el lugar donde
yacían sus hermanos, se topó con dos cadáveres envueltos en sangre. Conteniendo el llanto (que los gatos nunca
lloran) lamió amorosamente sus menudos cuerpecitos a modo de
despedida; acto seguido se dejó llevar, como hoja que barriera el
viento, hasta el primer refugio que le ofreció la noche; pronto mamá
estaría aquí para acunarle entre sus brazos y curar el dolor que le
mordía las entrañas. Esa fue la cruda forma que eligió la vida
para enseñar a nuestro héroe la lección más importante que ha de
aprender un gato, si es que quiere sobrevivir en esta jungla de
cristal: “Tan sólo existe una cosa peor que los hombres… ¡¡¡los
hombres con coche!!!”
Pero
mamá jamás volvió. El tiempo fue pasando y el hambre, que jamás
da un buen consejo, se empecinó en que no tuviera un sólo instante
de respiro. Hasta que un día, irremediablemente, la necesidad le
impulsó abajar la guardia. Un plato de comida que aparece de la
nada, dos segundos de descuido para disfrutar las viandas, y de
repente una puerta cerrándose a su espalda; resultado: el fin de
Pirata, preso como un conejo y a merced de los humanos. Golpeó y
golpeó –presa del pánico- la metálica reja con su pobre
frentecita, mas sólo consiguió coleccionar nuevas heridas. Después
la oscuridad más absoluta y unas voces a lo lejos celebrando su
captura:
-“Ha
caído, ha caído… ya está dentro de la jaula el condenado.”
Inmóvil
y aterrado, finalmente optó por aguardar la llegada de la muerte
recordando a mamá –cuánto la echaba en falta desde aquella
maldita última escapada en que la perdió de vista-. Hubiera dado
los bigotes, el rabo y hasta el alma por poder sentirla cerca; pero
tocaba resignarse y morir en soledad a manos de aquellos monstruosos
hombres que le habían dado caza.
Al
cabo la luz volvió y no fue –tal como todo presagiaba- para
mostrarle el rostro de la muerte. Qué va… justo al contrario; ante
él surgieron los ojos infinitos del amor, ni rastro de odio por
ninguna parte. Pero Pirata, desconcertado por el cúmulo de sucesos
que había sufrido en tan escaso tiempo, no confiaba ni en su propia
sombra; con las orejas agachadas y las fauces listas para morder lo
que le saliera al paso, decidió morir matando al son de aquellas
palabras de mamá:
-“Huye
de ellos como del diablo, no confíes. Si se acercan demasiado, usa
tu vida para defenderte…”
En
definitiva, la situación, a pesar de que la muerte aún parecía
andar dudando qué hacer con él, seguía siendo absolutamente
desesperada. Lo mejor era andarse con mucho ojo…
Sin
embargo el día transcurrió sin sobresaltos, y la noche siguiente,
para su sorpresa, le sorprendió de nuevo entre los vivos, de modo
que las dudas comenzaron lentamente a disiparse; por fin sonó una
voz preñada de dulzura susurrando en dirección a sus oídos:
-“Ven
pequeño, no temas. Estás a salvo…”
En
los días sucesivos, según se iba yendo el miedo, poquito a poco,
iba ocupando su lugar el hambre (otra vez). Sin embargo en esta
ocasión sí había qué comer. Y tanto había, que Pirata se
preguntaba dónde escondió el mundo todo aquello durante los meses
de carencias. Claro que muy pronto dejó de preguntárselo, y en
lugar de eso empezó a comérselo. Y comió, y comió, y comió…
por si mañana no había. Más para su sorpresa jamás volvió a
faltar, qué va, hasta llegó a convertirse en rutina comer todos los
días, ¡inaudito! Era evidente que estos humanos no le cazaron para
devorarle, pena que mamá no estuviera aquí para verlo…
En
resumen… ahora ejerce de rey en un palacio, no quiere saber de
gatas ni ratones. Dedica el tiempo a tostar al sol su piel canela y a
decorar la vida cotidiana de quienes dieron todo para salvar sus
huesos (y no les piensa abandonar jamás).
No
todos los gatos mueren en las oscuras celdas de la crueldad del
hombre. Pirata, el de la pata de palo, es la prueba viviente de que a
la humanidad aún le quedan algunos seres humanos a los que recurrir
en su infernal cruzada contra el diablo…
Ramón
Olivares Granero